viernes, 11 de octubre de 2013

EL HAMBRE Y LAS GANAS DE COMER




Papelera del patio de un instituto público



     El curso ha empezado igual que acabó, con malas noticias sobre el futuro de la enseñanza pública. Como en los cursos pasados, ha aumentado el número de alumnos pero ha descendido el de profesores. Los funcionarios siguen en sus plazas, algunos contando los meses o días que les quedan para cumplir los sesenta años y jubilarse después de haber cotizado más de treinta años a la Seguridad Social. He coincidido con varios de ellos y todos se las prometen muy felices en su futuro estado laboral porque tienen muchos planes para seguir disfrutando del tiempo libre y olvidar el malestar que ha ido en aumento con las sucesivas reformas educativas.
     Muchos de los que llevaban años encadenando vacantes como interinos, es decir, con un contrato del 1 de septiembre al 31 de agosto, ahora han descendido a la categoría de sustitutos, de esos a los que se fulmina el 30 de junio sin importar si el profesor sustituido se ha reincorporado o no (con el perjuicio que puede ocasionar al centro al tener que volver a solicitar un nuevo sustituto en septiembre).
En mi caso, como siempre he estado en la categoría de sustituta, no puedo sino alegrarme de haber empezado el curso ocupando el lugar de la titular, y con la promesa en el aire de acabar el curso en el mismo puesto. Las ventajas de esa condición son varias, la más importante el que los alumnos me perciban como "la auténtica", la que pone las notas y la que, hablando crudamente, "la que corta el bacalao".
    El centro en el que trabajo está situado en una zona residencial, aunque periférica, que recibe alumnos de otras poblaciones limítrofes también acomodadas. Su mejor estatus económico se percibe en muchos aspectos, contándose entre los más importantes el mayor porcentaje de alumno no inmigrante (con una numerosa muestra de alumnos con apellidos de otros países europeos) y un porcentaje muy bajo de alumnos obesos. De hecho, me atrevería a afirmar que una gran parte de los alumnos están dentro del peso adecuado para su altura y edad, con un alto predominio de alumnas de los cursos iniciales (1º y 2º ESO) cuyo aspecto aún es el de las niñas prepúberes. 
Los martes tengo adjudicada la guardia de patio y, junto con otros tres profesores, me ocupo de que los menores se mantengan dentro del recinto. En la media hora de recreo los alumnos pueden desayunar lo poco que ofrece la cantina o comer lo que sus madres les hayan preparado. Lo habitual es verlos salir con un bocadillo envuelto en papel de aluminio (señal de que este instituto no se ha unido a la red de Escolas Verdes) cuya longitud a veces me deja con los ojos abiertos, hasta que una recuerda que se trata de adolescentes muy activos y en proceso de desarrollo. También puede deberse a que, como me confiesan algunos, han llegado al instituto sin haber probado bocado ni bebido un triste vaso de leche con colacao por las prisas para cumplir con el horario de entrada (para ellos siempre a las ocho de la mañana).
     En varios instituto he sorprendido a algún alumno tirando una parte más o menos grande de su bocadillo y ocasionalmente me he atrevido a recriminar su mala acción al derrochador, apuntando a su egoísmo en tiempos de crisis y conminándolo a guardar la parte no deseada para llevarla a casa a fin de sugerirle a la madre que pusiera menos cantidad de comida.
   Pero lo que no me había pasado nunca hasta ahora es que, al ir a tirar un papel a la papelera del aula, me encontrase con un bocadillo aún envuelto en su plástico transparente al que sólo se le había dado un mordisco. Lo he mostrado a los alumnos manifestando mi indignación por ese acto de irresponsabilidad, sin conseguir otra cosa que unas risotadas de los presentes, que se acusaban unos a otros de haber sido el culpable.
      Imbuida como estoy de mi papel de educadora justiciera, me he dicho que eso no podía continuar así y que el centro tenía que tomar una iniciativa al respecto, pues una cosa es tirar esa punta de pan industrial al que ya no le queda "chicha" y otra muy distinta arrojar a la papelera más de medio bocadillo. Hoy mismo, aprovechando la reunión de departamento y la presencia de varias compañeras, he expuesto el tema y la necesidad de que, desde dirección, se plantease algún tipo de propuesta con el fin de concienciar a los alumnos de la necesidad de no derrochar la comida y a los padres de estar atentos a lo que dan a sus hijos para desayunar. La respuesta que me ha dado la jefa de mi departamento me ha dejado, más que perpleja, chasqueada, al aducir que poco se podía hacer si quien tiraba el bocadillo era el típico caso de anorexia. 
      Lamentablemente, no se trata de una simple anécdota. Aunque parezca extraño si se tiene en cuenta que su aspecto físico suele estar dentro de la norma social, las adolescentes de familias acomodadas que se niegan a comer son más numerosas que las hijas de trabajadores con ingresos bajos o muy bajos. Una de las razones podría ser la mayor presión que sufren para ser personas de éxito y cumplir con las expectativas depositadas en ellas o que ellas mismas hayan podido forjarse. En cambio, la deseducación que el sistema neoliberal ha provocado entre las clases bajas a fuerza de ofrecerles como referencia personajes vulgares, a los que seguir y a la vez despreciar, parece haber salvado a una gran parte del elemento femenino de ese autoengaño narcisista consistente en destruirse física y psíquicamente en busca de una imagen ideal. 

2 comentarios:

  1. En mi época, vaya expresión, estudiaba en los salesianos de Málaga. Esta orden orientaba su labor tanto en sus orígenes como en el tiempo a que me refiero, mayoritariamente a los obreros, a la enseñanza de sus hijos, por ello sus tarifas eran bajas y su fundador, Don Juan Bosco, dedicó su vida a ellos.
    De madrugada, entrábamos a los 8.15 a.m., me dirigía andando a la escuela, en invierno era aún de noche, nadie nos acompañaba, íbamos solos y no nos comía el lobo.
    A la hora del desayuno, salía del recinto y me dirigía a la panadería cercana donde compraba una albardilla, después me dirigía al kiosco junto a la acera donde vendían los chuches y compraba dos pastillas de chocolate que el quiosquero arrancaba con sus manos de la ½ libra. El chocolate era terroso, me decía un compañero que era el mejor por su mayor contenido en cacao.
    No hacía falta tirarlo a la papelera, hubiese sido más práctico no gastarme las monedas que antes de partir me dió mi madre para el desayuno.
    Si quería darme un homenaje en lugar de gastármelas en pan y chocolate, me dirigía unos portales más arriba donde se encontraba la churrería y pedía unas porras, las llamábabamos churros pero descubrí mas tarde en Madrid que en realidad eran porras. ¡Calentitos y juntaos con un junco!

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  2. Pues sí, te veo en plan justiciera y conciénciadora, que no decaiga. En mi tierra a eso le llaman, más moral que el delantero centro del Alcoyano, sacaba el córner y él mismo intentaba rematarlo de cabeza.

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