lunes, 13 de diciembre de 2010

¡PROFE, TÚ TE INVENTAS LOS NOMBRES, ¿NO?!


       Cuando se llega por primera vez a un instituto, una de las primeras cosas que te procuran en Secretaría es el listado de los nombres de los alumnos. Las clases de Lengua castellana son muy numerosas, las de Francés no tanto. Sea como sea, hay que pasar lista y tratar de familiarizarse con los rostros de los nuevos alumnos y relacionar esas caras con los nombres que constan en la lista. En la adolescencia los estilos en la indumentaria, el peinado, los complementos y demás detalles personales se repiten con plena convicción. Es el archicitado lema: Vestir igual para sentirse diferentes. Antes había uniformes y eran objeto de crítica, ahora la uniformidad es voluntaria.
     Por si eso fuera poco, también hay modas en los nombres de pila y de un instituto a otro o de un aula a otra se repiten las Paulas, Saras, Sanaes, Carlas, Claras, Galas, Martas y Marinas o los Adrià, Andreu, Bernat, Eloi, Pol, Yassin, Yussef, ... y los ininteligibles nombres de los chinos recién llegados que apenas hablan español o catalán. Mención aparte para la originalidad de algunos padres, que inventan, preferiblemente para "beneficio" de sus hijas, nombres que más parecen marcas de productos o alias artísticos (Zaloa, Shaznay,...), como si con ello les allanaran el camino al único valor de la época: la fama.
      Uno de los principios de autoridad del profesor consiste en aprenderse los nombres en pocos días. Si existe un recurso mnemotécnico para ello lo ignoro, pero sí sé que uno empieza identificando a los sobresalientes: los más habladores o más díscolos, participativos o pasivos, pelotillas o aplicados, ... y poco a poco y por asociación una va memorizando un lugar en el aula con un par de rostros y sus correspondientes nombres, aunque el truco falla si un miembro del par cambia de asiento o se ausenta durante unos días. Los inolvidables son siempre aquellos a los que día sí y día también hay que firmarles el parte de expulsión.
     También puede suceder, y ahí entramos en el terreno de la propia subjetividad, que un Alberto tenga cara de Jordi y una Montse de Rocío. Pero decirlo eso a un adolescente es casi tan ofensivo como no recordar su nombre. En justa correspondencia, ellos también podían aducir que una no tiene cara de responder a su nombre y que le pega más llamarse Julia o Cristina o cualquier nombre del santoral que ni siquiera aparecen en el elenco familiar.
     Tras varios intentos frustrados por mi parte de casar un nombre con un rostro y suspicaz por la convicción que yo ponía en bautizarlas como Desirés, Irenes o Sonias a las Marinas, Anas o Montses, una de las alumnas más extrovertidas se atrevió a expresar sus sospechas: "¡Profe, tú te inventas los nombres, ¿no?!" Ya podía yo jurar y perjurar que no era así que la sentencia colectiva ya estaba dada.
     Eso sí, a pesar de su exigencia de que recordara sus nombres desde la primera clase, no es nada extraño que pasadas dos semanas o más como sustituta algún alumno o alumna empiece una intervención preguntando: "¿Cómo te llamabas, profe?"